"Cuaderno de Budapest", de Javier Contreras


Por Analía Melgar


Hay ciertos poetas, muchos ya convertidos en clásicos de la literatura universal –digamos Horacio, aunque también Saint-John Perse (a su modo), y el propio Borges– que enuncian un tono sentencioso, grandilocuente, y con esa confianza, viajan desde su universo particular hacia condiciones universales. Esas voces se proyectan desde su tiempo remoto o cercano hacia constantes acaso inmutables y aspiran a interpelarnos en nuestras mutuas coincidencias. Cuaderno de Budapest avanza en dirección opuesta: se origina en lo universal para construir su particular. Inscribe entonces un peculiar modo de vivir la soledad, el amor, la meditación, el erotismo. En fin, la vida.

Ese anclaje en las pasiones (pathos) probablemente eternas se lanza hacia una rotunda individualidad que dialoga como un rumiar. Cuaderno de Budapest es un diálogo de viaje entre un yo, una ciudad y una ausencia; es un diálogo obsesivo, reiterativo, siempre mutante; como animal, regurgita sensaciones para volverlas a vivir.

Lo que reina es el poeta. Es inevitable leer los poemas de Cuaderno de Budapest sin ver al poeta. La pregunta, claro, es si acaso eso fuera posible alguna vez, si acaso alguna vez la poesía, territorio íntimo, no fuera el reino del poeta. Cualquiera sea la respuesta, en el caso de Javier, la obsesión por la autoindagación y por abrirse tanto para sí mismo como para el lector/confidente es permanente.

Pero en este recorrido a través de un “sí mismo” existe en tensión. Hay allí una tensión que vincula dos polos. Por un lado, esa recurrencia hacia el interior (navegar en el deleite de un objeto poético, o de una musa, es siempre hacia sí mismo); ese estado entre la fiesta y la lamentación del fin de fiesta; el arte como cura del dolor, como exorcismo de la explosión de la fruición; este tono íntimo. Por otro lado, un trabajo verbal exhaustivo que sobrevuela por encima de las temáticas protagónicas. Se producen curiosos encuentros: “la piel absoluta”, “el buen perverso”, “el lento guijarro del tiempo”, “mis caninas piernas”, “el albergue nupcial de la confianza”, y resuenan y contagian ese estado de autodisfrute. La omnipresencia del conflicto personal, la agobiante sensación (humana) de un eterno estado de irresolución, el calmo desasosiego logran fincarse en cada una de las veces que la palabra arraiga en la metáfora, en la personificación. Entonces, aparece el espacio para la indagación de esos mismos materiales, como en ese poema que se llama “Palabras”:


Hermanitas de sal.
Tormentas del azúcar.
Arboladas cabelleras
de bailarinas eternas
-desnudas y sangrantes-.
Trazos de la saliva
y construcciones del viento.
Sellos de la memoria
y espigas del azar.
Guardianas impecables
del pacto y de la promesa.
(Hirviente fuego amable
del canto y su delirio).


Cuaderno de Budapest habrá que leerlo como autobiografía, pero como autobiografía de un escritor, claro, de un cocinero de las palabras, un degustador, un cocinero de fuego lento. De un degustador de los placeres sensuales, principalmente, los que se cocinan sobre una cama, los que se cuecen sobre la piel, por aquello de “El amor es todo tacto”. Primero está la persona, el hombre, la experiencia, la vida. El poema viene después, para rendirle honesto homenaje a ese cúmulo de vivencias. Digo “honesto”, pues, así como los poemas no escatiman en el regodeo del placer (una mujer, erigida como el nombre del placer), tampoco otorgan concesiones para con las falencias, las debilidades, ni siquiera para con los errores. Todo va consignado, de manera fragmentada, como no es posible de otro modo en una colectánea de poemas, pero completa.

Finalmente surge el retrato: no el de Javier Contreras Villaseñor, sino el de la mirada de Javier Contreras Villaseñor acerca de un cierto estadio de Javier Contreras Villaseñor. Y esa mirada es la de una mano de hierro con guante de seda; incorruptible, pero amable. El dolor nunca es penoso; siempre está acompañado de una mueca aligerante, una sonrisa amable, una voluntad de desdibujar la tristeza y la melancolía –la que probablemente podrías acusársela a la impronta de la ciudad de Budapest– hacia los terrenos del humor. Por la vía del humor surge un modo particular, como decía al comienzo, de un vivir universal, que es precisamente un vivir amable, un discurrir amable en busca de los pequeños placeres que nos hacen grandes personas. Así creo que se lee condensado, en el espíritu sereno y breve de “Paz”: “Beber sin aflicción / y en el silencio / el puro transcurrir / de un soplo de agua”.
Para adquirir "Cuaderno de Budapest", de Javier Contreras, favor de solicitarlo al correo electrónico antroludanza@yahoo.com.mx